La Tierra Sagrada nunca ha parecido más remota o inalcanzable que a los ojos de un judío de Sitka. Está en la otra punta del planeta, un lugar desdichado y gobernado por hombres a quienes solamente los une su decisión de no dejar entrar más que a un puñado exhausto de judíos de poca monta. Durante medio siglo, los hombres fuertes árabes y los partisanos musulmanes, los persas y los egipcios, los socialistas y los nacionalistas y los monárquicos, los panarabistas y los panislamistas, los tradicionalistas y el partido de Alí, todos han clavado los dientes en Eretz Yisroel y lo han roído hasta no dejar más que hueso y cartílago. Jerusalén es una ciudad de sangre y eslóganes pintados en las paredes, de cabezas cortadas sobre postes telefónicos. Los judíos observantes de todo el mundo no han abandonado su esperanza de habitar un día en la tierra de Sión. Pero a los judíos ya los han echado de allí tres veces: en 586 a.C., en 70 d.C., y de forma salvajemente definitiva en 1948. Hasta para los fieles es difícil no notar cierta sensación de desaliento acerca de sus posibilidades de volver a calzar alguna vez la puerta con el pie.
Michael Chabon describe así la idea de patria judía desde los ojos de los habitantes de Sitka, un poblado ubicado en la fría Alaska al que fueron enviados los judíos tras la Segunda Guerra Mundial y que se convierte en refugio y presidio del imaginario judío de tener un hogar propio. Esto es tomado del hasta ahora extraordinario El Sindicato de Policia Yiddish (2007), primer acercamiento que tengo con Chabon autor que tenía en el tintero desde hace un buen rato y que con los pocos capítulos que llevo de esta novela me a conquistado con ese estilo particular entre ciencia ficción y novela negra que tan pocas veces resulta bien pero que en las manos de este escritor resulta sumamente fascinante.
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