Landsman, hijo y nieto paterno de suicidas, ha visto a seres humanos quitarse de en medio de todas las formas posibles, desde las más ineptas a las más eficaces. Sabe cómo tiene que hacerse y cómo no. Tirarse desde puentes y desde ventanas de hoteles: pintoresco pero peliagudo. Tirarse por huecos de escaleras: poco seguro, impulsivo y demasiado parecido a una muerte accidental. Cortarse las venas, con o sin la variante popular pero innecesaria de la bañera: más difícil de lo que parece y teñido de un amor más bien femenino por la teatralidad. El destripamiento ritual con una espada samurái: muy duro, se tarda un segundo y en un yid quedaría muy afectado. Landsman nunca ha visto un suicidio de este último estilo, pero una vez conoció a un noz que decía que él sí lo había visto. El abuelo de Landsman se tiró bajo las ruedas de un tranvía en Lodz, con lo cual demostró un grado de determinación que Landsman siempre ha admirado. Su padre usó tabletas de cien miligramos de Nembutal, que ayudó a bajar con un vaso de vodka de alcaravea, un método muy recomendable. Añádase una bolsa de plástico sobre la cabeza, amplia y sin agujeros, y tendrá usted algo limpio, silencioso y fiable. Pero cuando se imagina quitándose la vida, a Landsman le gusta hacerlo con pistola, como Melekh Gaystik, el campeón del mundo. La 39 recortada que él tiene es un sholem más que suficiente para la tarea. Si sabes dónde poner la boca del cañón (justo dentro del ángulo del mentón) y cómo dirigir el disparo (a veinte grados de la vertical, hacia el núcleo reptiliano del cerebro), es rápido y fiable. Sucio, pero Landsman no tiene escrúpulos, por alguna razón, a la hora de dejar atrás un buen fregado.
Michael Chabon escribe en El Sindicato de Policía Yidish esta brutal reflexión sobre la mejor manera de suicidarse a través de Mayer Landsman, detective alcohólico que representa todos los esquemas establecidos de la novela negra al presentarse como un anti héroe con el que es casi imposible no empatizar por eso no sorprende su recurrente visión pesimista de la vida, aunque en manos de Chabon resulta mucho más desesperanzadora de lo habitual.
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